UN PÍCARO INVENTOR…
En todas las épocas ha habido mentes creativas inclasificables que difícilmente se ajustaron a normas y convenciones, personajes atractivos con historias complejas donde a veces los lugares se trastocan, las fechas se vuelven imprecisas y abundan los datos inciertos. Estas dudas alimentan la confusión entre quién es el que inventa y quién el que se apropia, personalidades en principio opuestas pues mientras el primero se demora pacientemente en procesos y pruebas, el éxito del segundo depende de la velocidad de su accionar. Sin embargo, Nepomuk Mälzel (1772-1838) desarrolló ambos oficios con casi idéntica maestría a lo largo de una vida novelesca; nacido en Alemania, recorrió Europa vendiendo y patentando inventos no siempre de su autoría, llegó a Estados Unidos y murió en extrañas circunstancias mientras navegaba hacia Venezuela. En realidad, no navegaba por placer sino que estaba huyendo de aquel país porque se había descubierto su más famoso fraude: El Turco; se trataba de un supuesto autómata que jugaba al ajedrez pero que en realidad era una maquinaria accionada por un ajedrecista con enanismo escondido en su interior. De esta forma, ganó prestigio y dinero con una máquina que, sin embargo, ¡no era de su invención!
De vuelta a su etapa en Europa, este creativo tan famoso fue contemporáneo de Ludwig van Beethoven y llegaron a tener una buena pero muy breve amistad durante la cual Mälzel diseñó trompetillas y accesorios que apenas ayudaban al músico con su creciente sordera. Por el contrario, el metrónomo (1816) fue verdaderamente útil para el compositor. Tal invento era un pequeño aparato a cuerda y con un péndulo graduado sobre el que se deslizaba una pesa que afectaba la velocidad de oscilación en relación al segundo; resultaba muy eficaz para marcar el tempo de manera más precisa que las indicaciones de entonces (vivaz, moderado, lento, etc.) y estableció una medida que se universalizó y sigue vigente. Beethoven fue de los primeros en detallar en sus partituras la velocidad según el Metrónomo Mälzel (MM), lo hizo en su sonata n°29 apodada Hammerklavier (1817/18) (primera edición en Viena). Por supuesto que este tampoco fue un invento de Mälzel, sino del relojero holandés Dietrich Winkel quien ganó el largo juicio; sin embargo, para cuando se resolvió el problema, el astuto Mälzel ya había hecho fabricar con su nombre cientos de metrónomos por Europa que se vendían exitosamente.
Para hacer justicia a Mäelzel es necesario mencionar que se dedicó por años al diseño de un original instrumento que contuviera a muchos otros. Tras este ideal construyó primero el orchestrion en diferentes versiones y fue perfeccionándolo hasta lograr el panharmonico, un invento que le valió merecidamente el cargo de “mecánico de la corte”. Se presentó en Viena en 1804 ante la fascinación del público que veía cómo con el solo accionar de un teclado se emitían más de cuarenta timbres diversos y una amplia variedad de ritmos; hoy podríamos llamarlo el abuelo mecánico de los sintetizadores eléctricos. Para sacarle más rédito a su invención, Mälzel planeó una larga gira y le pidió a Beethoven una obra apropiada a las posibilidades de su invención, aprovechando además el renombre de su amigo. El compositor accedió y escribió la Victoria de Wellington op.91 (1813) pero inmediatamente la transformó en una obra orquestal para una plantilla instrumental de cuerdas, bronces, maderas y numerosa percusión con efectos de artillería; así se editó y se estrenó. En las líneas melódicas se escuchan melodías tradicionales británicas (Dios salve al Rey) y francesas (Mambrú se fue a la guerra) en representación de ambos bandos del ejército que se enfrentaron en la contienda. Para el propio Beethoven se trataba de una obra menor que sin embargo logró expresar el fervor patriótico del momento y en su estreno oficiaron de intérpretes personalidades como Salieri, Moscheles, Schuppanzigh, Meyebeer, entre otros. Ante este éxito rotundo de la pieza y la frustrada gira, Mälzel inició rápidamente un juicio por la autoría de la obra, acción que perdió ante un Beethoven que ya sabía de litigios y pleitos legales. Este fue el fin de la relación entre inventor y músico y sus caminos no volvieron a cruzarse. Beethoven permaneció en Viena entregado por completo a la composición de sus sinfonías, sonatas para piano y cuartetos de cuerdas mientras Nepomuk buscó fortuna por otras latitudes y encontró además muchos problemas.