UN JUEGO DE ESTATUAS
Una sala de concierto llena y en silencio, todos atentos, quietos y seducidos por la música del Bolero de Maurice Ravel que tanto conocen.
Una orquesta que, así prolija como expresivamente, avanza por la partitura hacia el explosivo final, a paso constante, compás por compás, guiados por un imperturbable percusionista.
Al frente, parado en la tarima y batuta en mano, el director Daniel Barenboim permanece inmóvil…o casi. En los momentos indicados, su mirada se dirige al punto preciso desde donde comenzará a sonar cada entrada, como quien mira la hora en el reloj. Solo tres minutos antes de los últimos acordes se apresta y con gesto firme acompaña a sus músicos hasta el cierre.
A casi cien años de su composición, el Bolero es la obra más famosa de Ravel, muy a su pesar pues la consideraba una broma vacía de música. Sin embargo, hipnótica y subyugante como pocas, atrapa al oyente con el tiempo propio de su cadencia sostenida.
Tal vez el apodo de “relojero suizo” con que Igor Stravinsky bautizó a Ravel no resultó ser tan desacertado.