LO QUE CUENTAN LAS VOCES DE LA ÓPERA
En esta época pareciera que la ópera es una expresión musical un poco dejada de lado, probablemente por ostentosa o bien por desactualizada. Contra todos estos supuestos, debemos advertir que es un género artístico que goza de buena salud; cumplió poco más de cuatrocientos años y tal vez lo más interesante es que con ella podemos reflexionar cuestiones que hoy nos preocupan. Como todo arte, la ópera recogió problemas e intereses de la sociedad de su momento y subió al escenario toda clase de sentimientos y situaciones que, más allá del libreto y de la música, atraviesan el cuerpo de sus intérpretes de diferente modo en cada época.
Ya antes del 1700, las grandes estrellas del escenario musical eran los castrati, cantantes de amplísima y potente extensión vocal que despertaban pasiones entre el público y convertían cada presentación en un gran evento. Tanta fama tenía un precio: la emasculación de sus genitales en la pubertad a fin de conservar el registro agudo de su voz infantil y de esta forma ocupar el lugar vedado a las mujeres cantantes hasta principios del s. XIX. Hoy nos complacemos al escuchar la voz de los contratenores y nos relajamos al saber que los agudos de su tesitura son el resultado, ni más ni menos, de un importante trabajo de técnica vocal como podemos comparar.
Con el paso del tiempo, la costosa contratación de un primmo uomo, el progresivo abandono de una práctica tan bárbara y el gusto ya instalado por las voces agudas se favoreció la interpretación femenina en el escenario, si bien esta presencia se dio bajo cierta forma de travestismo operístico y teatral que se conoció como “rol para calzones”. Varios compositores le dedicaron papeles que han trascendido: Cherubino de Mozart (en Las Bodas de Fígaro, 1786) y Octavio de Richard Strauss (en El Caballero de la Rosa, 1909/10). Aunque el personaje preferido para este rol era el de joven sirviente, Bellini le confió nada menos que el Romeo de I Capuleti e I Monteschi, (1830) a una mezzosoprano y Julieta a una soprano. Mucho menos frecuente fue la utilización del “rol para falda”, recurso que aprovechó el inglés Benjamin Britten en el personaje femenino de su ópera Curlew River (1964) reservado para un tenor.
Es importante aclarar que la elección de voces para los personajes no era solo cuestión de coincidir con el género del intérprete o de preferir un registro vocal; además, se tomaban en cuenta las simbologías en juego en el relato y su contexto, las ideas tradicionales acerca del carácter del personaje, el predominio de ciertas actitudes o sentimientos, o bien la personificación de conceptos como el amor, la inocencia, la crueldad.
Tampoco eran asignaciones inamovibles, pues las diferentes opciones interpretativas se consignaban en la partitura y se modificaban en las sucesivas representaciones de óperas del canon, según cuentan los historiadores especializados. Tal el caso de la ópera Orfeo ed Euridice (1762) del músico alemán Christoph Gluck en la cual el papel masculino principal fue escrito originalmente para la voz de un castrato, poco después el propio compositor lo reescribió para sopranista; posteriormente fue adaptándose para “contralto travesti”, luego para tenor y actualmente lo asumen tanto un barítono como un contratenor.
Cuerpos apropiados por el arte, identidades truncas, imposiciones y limitaciones de género, entre otros tópicos de interés actual, pueden ser repensados a la luz del desarrollo de la ópera. Parafraseando al naturalista Charles Darwin, tal vez la longevidad de la ópera se deba no tanto a la fortaleza del género o la aceptación del público como a su gran capacidad de adaptación a los cambios estéticos y sociales que acompañó a lo largo de tantos siglos y todo parece indicar que seguirá haciéndolo.
Imagen: Cuaderno de notas – Blogger