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Leticia Molinari

COMPORTATE POR FAVOR

¿Te gusta ir a recitales? ¿Y ver shows en vivo? Compartir música con amigos sea al aire libre, en pubs o en teatros, es una fiesta. Una ocasión única para encontrarse con otros fans que, aunque desconocidos, comparten el mismo sentimiento y preferencia; así es en el presente como hace siglos, si bien con algunas diferencias si nos remontamos al medioevo y el renacimiento. Por entonces, las danzas instrumentales animaban tanto las fiestas populares aldeanas en las plazas como las reuniones cortesanas donde un consort o grupo de músicos tocaba mientras los bailarines ocupaban el salón; en verdad, podría decirse lo mismo de un salón bailable de nuestra época pero con música en vivo en vez de Dj.

No toda la música era para bailar, pues en los s. XVI y XVII las iglesias o las cortes eran los lugares apropiados para una escucha atenta y sobrecogedora, una experiencia casi divina en espacios muy resonantes donde el orden venía impuesto por la autoridad eclesiástica o monárquica. La enorme variedad de música instrumental, coral o mixta encontraba su público en las grandes catedrales; según crónicas de la época de la escuela veneciana: “la música, que era vocal e instrumental, tan buena, tan rara…que dejaba estupefactos a todos los extranjeros que nunca habían escuchado algo así”.

Poco a poco y avanzando en el período barroco hasta primera mitad del s. XVIII, a estos tradicionales espacios se sumaron los teatros donde la música era el motivo de reunión y ya no una fecha social o religiosa. Los conciertos eran eventos convocantes en los que el público se sentía como en casa en el teatro y así se comportaba: ambientes ruidosos donde charlar y comer, jugar y divertirse mientras la música sonaba y cada tanto llamaba la atención sea para vitorear o silbar. El público no era un todo homogéneo y por ello se asignaron ubicaciones dentro del recinto según procedencia: el grupo más espontáneo, entusiasta y de menores recursos se ubicaba en la alejada galería desde donde arengaba o desaprobaba el espectáculo, cerca del escenario estaba la disciplinada platea de prósperos burgueses atentos a las normas mientras que la discreción de los palcos favorecía encuentros fortuitos o asuntos privados de nobles y poderosos. Sin embargo, entre los primeros en llegar y ocupar sus lugares estratégicos eran los aplaudidores, una organización profesional pagada para vitorear, llorar, animar, aplaudir o incluso abuchear ¡según quién pagara!

En el s. XIX el desparpajo también había alcanzado a los artistas y este no era un asunto menor para el compositor francés Héctor Berlioz (1803-1869) quien describe en sus memorias un teatro de ópera donde “los músicos, que son en su mayoría gente culta, se dedican habitualmente a la lectura e incluso a la charla sobre temas más o menos literarios y musicales cada vez que se interpreta alguna ópera mediocre… Así pues, sobre cada atril, al lado de la partitura, hay un libro”. Sin embargo, se cuenta que durante un concierto el propio Berlioz fue echado del teatro por gritar y patear para llamar la atención de una cantante de quien se había enamorado; ante el fracaso de este recurso, el compositor optó por dedicarle su Sinfonía Fantástica op 14 (Episodio de la vida de un artista, 1830), también sin éxito.

En esto de ordenar el comportamiento y silenciar al auditorio tuvo mucho que ver el compositor y director Gustav Mahler (Austria, 1860-1911) quien suprimió el aplauso entre partes de una misma obra, echó a los grupos de fans e impuso la escucha silenciosa entre otras medidas al argumentar que “para ser escuchados por multitudes en los inmensos espacios de nuestras salas de concierto y teatros de ópera también nosotros tenemos que hacer un ruido enorme”, dijo aunque en verdad, desconfiaba de la comprensión del público y lo subestimaba según escribió en relación a su Primera Sinfonía (El Titán, 1888).

Para comienzos del s. XX la formalidad había ganado mucho terreno a la espontaneidad, tal vez demasiado según Mr. Crochet, alter ego de Debussy: “¿Ha contemplado usted esos rostros…? Jamás participan de los dramas puros que se representan a través del juego sinfónico…Esas gentes siempre tienen aspecto de invitados más o menos bien educados…”.

Así las cosas, en pleno s. XXI, el código de solemnidad en los teatros sigue vigente para la música académica mientras tanto, afuera, es otro el cantar.

Imagen: Diario de Sevilla

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